Domingo de escopeta | Alex Gambín |STAIN PROJECTS

Abastecido en aquel desierto de figuras desconocidas, grandes señores seguros, acreditados y firmes, me acompañaban, o yo a todos ellos, aquel día. De mi mano solo necesitaban para palmear las suyas rugosas. Yo era tímido, poco solía hablar–alguna vez he escuchado que incluso llego a negar el saludo, pero lo que no saben es que solo intento ser amable–. Acudía con entusiasmo, sin entender qué jodida cosa significaba aquello, a pasar el día entre los amigos de los amigos de los amigos.

El camino tocaba hacerlo en ese coche rojo. Siempre acompañado por el rojo, aunque ahora solo pueda ver el ocre y sus tierras, el negro con sus grises y hasta el blanco. No tenía, o bueno uno de ellos, el que disponía de experiencia en el arma y en el volante sí, cinturón de seguridad. En aquellos años, esto del cinturón, no paraba de repetirse en televisión, en la radio e incluso en los bares, que lo odiaban tanto como nostalgia tenían del cigarro en barra. No hablábamos en los trayectos, habitualmente no lo hacíamos, pero creo recordar que aquella mañana no nos dijimos absolutamente nada. Miraba la imagen que se deslizaba por el cristal impoluto, recordaba toda esa literatura de viajes o todos esos relatos de trenes y ventanas. Sin yo saber nada de eso entonces, y mucho menos ahora, la atracción de lo que ocurría fuera de aquel armatoste de hierro me atraía.

Por aquellos años tenía un juego un tanto obsesivo y nada divertido que me acompañó kilómetro tras kilómetro por todos los caminos y carreteras que recorría. Me sigo preguntando qué son esas balizas que aparecen al borde de la carretera cada 100 o 200 o ni idea. Pequeñas señales reflectantes, de unos 60 o sesenta centímetros que a menudo tenían un número en su parte superior. Será uno más de los infinitos lenguajes que, misteriosamente, nos rodean.

Por aquel entonces me inventé un juego con estos palos y los cantos de las casas que aparecían detrás de ellos. Sí, has leído bien señor o señora lectora, los cantos de las casas, ese momento donde la mirada consigue ver perfectamente la recta vertical, como dibujada en un plano, que genera uno de los lados de la casa –casas bajas, de máximo una planta, lo que puedes hacerte una idea del lugar del que hablo–. En ese estar atento al paisaje y adentrarme en su velocidad, en momentos milagrosos, era posible cuadrar perfectamente mi mirada, el punto de enfoque de los ojos de un niño de 12 años, con la señal levantada y la vertical de la fachada que quedaba atrás. Aquello me resultaba mágico. Qué más podía pedir. En cambio, esto no terminaba aquí. ¡Yo quería participar en todo aquello!, por lo que añadí a la fiesta de las líneas verticales una contracción de los músculos cercanos a la rodilla derecha, convirtiendo toda esta parafernalia en un trío exquisito de música de cámara.

Qué absurdo queda contar aquel recuerdo anecdótico, por no entrar en la falta de recursos que tengo a la hora de describirlo. Pero bueno, todo esto venía a cuento del rojo viaje aquel domingo cuando tenía doce años.

Nos reunimos con los amigos del autorizado y experimentado que controlaba el volante. Todos estaban contentos de volverse a ver aquella mañana, yo incluido. El maravilloso amanecer, de colores tan intensos como desechas estaban las nubes, no era el protagonista. A día de hoy, y con el tiempo como espacio, creo entender que lo que les convertía en alegres señores era lo ocioso (y violento) del momento.

Lo importante –sin duda alguna, lo más importante– de aquellos domingos era tener buena mano. Lo decía uno u otro: ¡Qué buena mano tienes! Siempre repetían con entusiasmo aquella frase cuando su fina mirada se coordinaba de forma sublime, como los músculos de mi rodilla, con el dedo índice, y seguidamente, llegaba el destacado staccato del disparo. ¡Qué buena mano!, se volvía a repetir. Así, entre mancos y verdaderos ases pasamos aquella mañana. Yo no hacía más que mirar y aprender.

Aquellas lecciones –así lo veo ahora– me las daban como si fueran las claves de todo lo que vendría después. A los 13, a las 28, incluso a los 50, edad por la que rondaban todas aquellas barrigas. Nada me sonaba raro. “La clave es, donde pongas el ojo poner el dedo”.

El juego de las canicas, del cual yo era pésimo participante, tenía las mismas reglas. Visualizar la bola del enemigo, enfocar la tuya como si el resto del universo se borrara, y disparar. Si eras bueno en esta empresa y conseguías sacar la bola amarilla y brillante, que tú no te podías permitir, aquella batalla la tenías ganada. En aquel momento el premio eran las envidiosas canicas de tus adversarios, en nuestro domingo de escopeta era el orgullo de cuerpos muertos.

Sin embargo, este día fue diferente a todos los anteriores y a todos los que vendrían después. Me decidí a hablar, pregunté si yo podía probar el disparo. Sin tenerlo claro, me había visto preparado. La intuición se presentaba dispuesta a coger el volante. Todos se rieron como si hubiesen recordado el momento en el que ellos hicieron la misma pregunta.

“¡Venga, que ya está hecho un hombre!”, dijo uno de ellos, y aunque parezca extraño, era el más maleducado e inmaduro –toda una respetada autoridad–. Me acercaron el arma, cómo pesaba aquello. El recuerdo me hace comparar el peso físico con el estruendo que provocaba, y la verdad que, con diferentes unidades de medida, el valor sería idéntico.

Lo siguiente fue sangre. No era la de una presa aleatoria que se posó en el camino de mi mirada, esta se presentaba deslizándose por la propia palma de mi mano.

No logré disparar ni aquel día ni nunca, y la mano me quedó marcada para siempre. A día de hoy –justo en este momento la estoy viendo–, cuando han pasado más o menos veinte años, aún forma parte de la geografía de mi mano izquierda.